AYER NO LO VI, MAÑANA LO AMARÉ ( I )
- Lucía López
- 18 jul 2019
- 3 Min. de lectura
Llevaban unas semanas distantes, algunos meses sin apenas muestras de cariño. Habían sido unos años difíciles. Había sido una vida difícil. El dinero no era un problema, pero había que sacrificar el tiempo para ganarlo. Eran felices, continuamente ocupados. Llegaba el momento en el que los días pasaban sin volver, tu cuerpo trabajaba, tu mente intentaba escapar y tu alma, sus almas, dormían.
Una mañana, sorprendentemente vacía. Un bonito jueves del verano del 91 la pareja decidió ponerse de acuerdo, salir a pasear, y mas que a pasear, a visitar algún pueblo cercano a la costa. Su hijo estaba fuera, trabajando. Llevaba haciéndolo meses, el trabajar, porque requería, como ellos decían, de tiempo, pero en este caso se sumaba la distancia. Su hija, por el contrario de las formas, vivía con ellos, al menos por ahora.
Serían cerca de las dos de la tarde, quizás un poco mas temprano. El reloj se les había echado encima. Entre preparar el bolso para el viaje y revisar que el coche estuviese en orden habían gastado un par de horas desde el desayuno.
Iban despacio, no mucho, pero si lo suficiente como para magnificarse del paisaje. Los arboles secos, la abundancia de las casas y el tráfico. Todo el mundanal ruido y los túneles interminables. Eran aspectos que por si solos no creaban una vista entrañable, pero aun así, hacían del trayecto algo real, algo verídico, sin llegar a pensar que el bienestar que emanaba de aquel coche podría ser imaginario.
Llegaron a su destino, el pueblecito estaba desierto, en las calles reinaba la nostalgia de aquellos momentos que nadie recordaba. Jane acarició la piel áspera que cubría la puerta del automóvil, intentaba imaginar años atrás, familias paseando y perros olfateando el asfalto. Con sus dedos recorría el borde de la ventana y cuando se bajó, cuando sus hermosos pies pisaron el suelo de un lugar que le parecía recordar, respiró, cerró los ojos e imaginó un bonito acantilado, un mar revuelto y una costa. Entonces al elevar la vista encontró todo eso y mas. Caminaron hasta la playa, Jane ayudaba a su madre con las toallas, su madre se descalzó sintiendo millones de granos de arena rozando su piel, el agua estaba fría y el día nublado, pero hacía calor. Al cabo de un rato el padre de Jane llegó. Los tres se sentaron, Jane se acomodó para mirar el cielo, y de tanto mirarlo acabó por dormirse. Su madre miraba el mar, su madre miraba el horizonte, buscaba el final de un paisaje sempiterno, su marido se levantó, decidió que era el mejor momento para caminar, dirigirse a la orilla y rozar con las puntas de los dedos la espuma que emergía sobre el agua. Al volverse, las vio riendo, se parecían tanto y eran tan hermosas, que no podía apartar su mirada.
Decidieron almorzar algo, así que recordaron una cantina cerca de aquel pueblo, mas bien en el pueblo de al lado. Era tarde y el hambre obligó a la familia a pedir bastante comida. Al terminar, recorriendo unas calles estrechas en busca de la plaza central. Caminaban lento porque no tenían prisa, andaban contentos porque no había excusa en ese momento para no ser feliz. Aquel lugar rodeado de locales te permitía pasear por una avenida llena de palmeras, bancos blancos a los lados y una amplia pasarela que desembocaba en un extenso balcón con vistas al mar, con vistas a unas calas que bordeaban toda la costa. Cada uno de ellos se magnificaba a su manera de lo que veían, y cuan hermoso era.
Tras varios minutos con el batido en la mano, Jane quiso pasear por allí, sus padres se levantaron del banco en el que los tres estaban sentados y se dirigieron hacia el mirador. Mientras Jane exploraba el paisaje, sus padres, apoyados sobre la baranda, inmóviles, respiraban al unísono. Ella miraba al mar y él la miraba a ella, se besaron, y permanecieron abrazados durante unos segundos, porque ya era la hora de marcharse, era hora de despedir un precioso día que albergaría un hermoso recuerdo.
En dirección al coche, Jane se giró, solo para no olvidar esa bella postal que quería guardar en su memoria. Su madre en cambio se percató de una pequeña iglesia que coronaba la plaza de aquel pueblo, quisieron entrar, pero se dieron cuenta que estaba a punto de celebrarse una boda. Aun así, entraron, sin aviso, sin permiso, por el simple hecho de poder magnificarse del interior de aquella capilla. Una capilla que estaba repleta de invitados. Entonces Jane entró, pero tardó en entrar, ella miraba con asombro las pinturas, ella miraba con respeto a las imágenes, ella imaginaba que los invitados estarían esperando a la novia, ella miró, pero no lo vio.
Se marcharon, cruzaron un puente de camino al coche y se volvieron a girar para despedirse de aquel día, un día que recordarían por siempre.
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