La noche sin nombre
- Lucía López
- 26 ago 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 7 oct 2020
La noche no había sido buena, ni siquiera había noche. Recordaba la primera copa, y tal vez la segunda, mirar el móvil mil y una veces y caer en la cuenta de que el cielo se nublaba. Sentada en el autobús de vuelta a casa repasaba todo lo que quedaba en mi memoria, todo lo que podía recordar.
Volver a encontrarme con una amiga, abrazarla y echarla de menos al mismo tiempo, ver a su novio y a sus amigas. Fumar mucho, tres o cuatro cigarrillos mal encendidos. Volver la vista y saludar a los amigos, aquellos que ni siquiera lo eran. Reírme, lo suficiente como para quemarme con mi propio mechero. Seguir bebiendo. Mirar las luces borrosas que difuminaban la decadencia de toda una generación. Robar hielo y pedirlo después. Seguir a una multitud perdida hacia la perversidad de la juventud. Encontrar a mi viejo amigo y saludarlo y quererlo como si fuera ayer el día en el que nos conocimos. Sonreír. Hablar con gente y de gente. Bailar poco pero bien, a gusto y sin pausa, a oscuras, con mucha gente, pero en una soledad inmensa.
El intento de mantener despierta a mis amigas fue mas sencillo de lo que supuse al ver sus caras pálidas por el alcohol, el extasiado alcohol. Un poco de agua, una brisa húmeda y de vuelta al baile. Justo antes de entrar sentí eso que llaman intuición y decidí quedarme esperando fuera frente a un árbol seco, triste y mojado. Miraba a mi alrededor a personas desconocidas que intentaban disfrutar de aquello que llaman vida. No entendía del todo la necesidad de seguir allí y entre mis pensamientos conocí a Jeremy, un estadounidense que no permaneció mas de cuatro minutos frente a mi. El diálogo era difícil y tras un suave apretón de manos se marchó para no volver a verlo jamás.
Tras algunas vueltas mas, decidimos volver a casa habiendo vivido una noche mas, una noche simple y bonita. Corrimos hacia el autobús con la esperanza de llegar a casa lo antes posible, aunque el destino no lo quiso así. Esperamos unos diez minutos antes de entrar porque el conductor no aseguraba que funcionase todo correctamente. Finalmente entramos, nos sentamos y bostezamos, si, al unísono. Parada tras parada intentaba recordar cada palabra y cada mueca, pero el alcohol, el tabaco y las curvas distorsionaban un poco mi mente.
Mis amigos se bajaron dos paradas antes que yo, cuatro besos y dos miradas. Miraba mi reflejo en la ventana intentando no incomodar a mi acompañante sin nombre. Me puse en pie, cansada, elevé la vista y lo vi allí sentado sonriéndome. Sus ojos brillaban mas que en el saludo de antes y su mirada… bueno, su mirada en si era preciosa. Me acerqué a la puerta y mientras se abría, él se despedía de mi. No. Me dije, no. Así que le propuse que se bajase conmigo, yo le acompañaría hasta la siguiente parada si así él se quedaba mas tranquilo con su orgullo. Bajó, bajamos y recordamos. Al principio de la conversación se podría decir que ninguno de los dos tenía suficiente confianza, pero puedo prometer que la sonrisa, a ambos, no se nos borraba de la cara.
La carretera estaba inmersa en el silencio mas áspero de la noche, quizás de la mañana, teniendo en cuenta la hora que era. De un punto a otro de la calle alargamos el encuentro hasta que no pudimos mas, tocamos los temas mas comunes hasta que entre risas y paradas acabamos direccionando la conversación.
- Vamos por la carretera - me dijo
Me reí, no por la oferta indecente que me propuso sino por la idea que llevaba en mi cabeza desde hacia ya tiempo, la de andar por en medio de una carretera desierta. Quizás llevaríamos unos cuarenta y cinco minutos cruzando las mismas calles una y otra vez, pero era asombrosamente encantador aquel momento.
Era hora de irme, yo lo sabía y él también. Se intentó una primera despedida, lo veía de lejos, no a él sino su sombra, su simpática y atractiva sombra oscura. Era incapaz de distinguir su rostro, pero sonreía, se que lo hacía. Seguimos hablando a distancia hasta que después de una serie de no catastróficas desdichas se acercó para hablar de lo que fuese que estábamos hablando. Mientras, yo saludaba y despedía a mis vecinas que llegaban a sus casas llenas de sueño y de sueños. Estaba cansada pero también estaba segura de que ese momento no era necesario darlo por terminado. Me empezaban a molestar los pendientes, el collar, los zapatos y la falda. Entre palabra y palabra me intenté desabrochar el diminuto enganche de mi estrecho collar, él se reía, intentó ayudarme o eso creí yo. Sostuvo el collar intentando acercarme hacia él hasta la medida exacta de su boca, dudé entre dos o tres segundos, pero puedo asegurar que la duda se desvaneció por completo.
Acariciaba su cara mientras lentamente amanecía sin prisa, creo recordar haberle dicho algo, y reírme mientras él hablaba. En fin, llegó el momento de marcharse con la idea metida en la cabeza de que no nos volveríamos a ver. La intención de hablar con unos cuantos mensajes por bandera y el deseo de encontrarnos en alguna bonita ciudad europea desaparecían mientras me giraba rozando mis labios. La despedida mas larga que había vivido llegaba a su fin y terminaba con el sonido metálico de una puerta al cerrarse.
¿Qué si me giré? No, prefería recordarlo así, además, era imposible mirar mas allá del cristal que me separaba del encuentro mas bonito de aquel verano.
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